sábado, 31 de enero de 2009

En memoria de dos enamorados

“Camila” (1984)

Esta es una película argentina que surgió en la época posterior al retorno de la democracia en Argentina. En esa época llegaron a la pantalla grande varios tipos de película: había películas del “destape”, que solo se entienden si se tiene en cuenta la censura que ejerció el gobierno militar para proteger, decía, la moral y las buenas costumbres; entonces, con la democracia se hicieron las películas del destape, donde lo más importante es que hubiera malas palabras, groserías, referencias al sexo y unos cuantos desnudos. Otros filmes tenían la pretensión de mirar el país, su pasado y su presente, su esencia; en esa veta está el cine simbolista, pesado y aburrido por momentos. Luego había títulos que pintaban a la sociedad argentina del pasado reciente, como “No habrá más penas ni olvido”, “Los chicos de la guerra” o “La Historia Oficial”; y también películas que trataban temas lejanos en el tiempo, como “La Rosales”, “Asesinato en el Senado de la Nación” o “El general y la fiebre”. Y aquí incluyo a “Camila”.

Estrenada en 1984 de la mano de la directora María Luisa Bemberg, una de las glorias del cine argentino, este filme contaba en versión libre una historia real sucedida en Buenos Aires durante el segundo largo gobierno de Juan Manuel de Rosas: un sacerdote y una joven de buena familia de la sociedad porteña se enamoran y huyen para vivir ese amor prohibido. Como es posible que lectores de otros países (y seguramente también muchos de Argentina) no conozcan la historia y quieran ver el filme, no voy a contar el final. Pero el guión se atiene a los sucesos históricos.

La dirección, como ya dije, estuvo a cargo de María Luisa Bemberg, quien falleció en 1995. Esta mujer filmó películas de época, un género no muy frecuentado en Argentina, y menos que fueran protagonizadas por mujeres. Bemberg tiene una trilogía interesante que arranca con “Camila”, continúa con “Miss Mary” y concluye con “Yo, la peor de todas”. “Miss Mary” trata acerca de una institutriz inglesa y su relación con una acomodada familia argentina. Fue protagonizada por Julie Christie, una inglesa de verdad que también estuvo en películas de Hollywood, como “Troya” (Thetis, la mamá de Aquiles) o “Harry Potter y el Prisionero de Azkaban” (Madame Rosmerta). En cuanto a “Yo, la peor de todas”, cuenta la vida de la monja Sor Juana Inés de la Cruz, quien vivió en Nueva España (México actual) en el siglo XVII. Este papel estuvo interpretado por la española Assumpta Serna. Es importante decir que Maria Luisa Bemberg, además de dirigir esta trilogía, escribió el guión de cada filme; por lo tanto lo que sale en pantalla es producto de todo el trabajo y la pasión de esta espléndida mujer.

Decía que las películas de época no son muy abundantes en la filmografía argentina, y menos las épicas; después de “Camila” y las películas de su generación no hubo más películas de época, salvo un corto estrenado en 2008 que cuenta “El combate de San Lorenzo”. Una lástima, porque hay historias muy interesantes para contar, como esta. En “Camila” la escenografía está muy bien cuidada, así como los ropajes y la representación de las costumbres. Así y todo no hay espectacularidad en los escenarios; olvidémonos de cámaras aéreas que nos den un enfoque cenital, o panorámicas que abarquen el horizonte, o cámaras que sigan a los protagonistas puerta a puerta o escalón a escalón. Eso está bien y es lindo, pero no es imprescindible. La Bemberg demuestra que cuando la historia está bien contada, los trucos visuales no son necesarios.

Esta película es una coproducción entre Argentina y España. Me llamó la atención, pues generalmente cuando los europeos financian películas argentinas es para que se cuenten historias de pobreza, miseria, tristeza y cosas así que confirmen la idea de que efectivamente nosotros estamos en el Tercer Mundo. En este caso las firmas que aparecen asociadas son GEA de Argentina e Impala de Madrid; y la coproducción alcanza para colocar a Imanol Arias en un rol protagónico que sin duda beneficia a la película.

Arias interpreta al sacerdote Ladislao Gutiérrez, el cual en 1847 llega a Buenos Aires y como era costumbre es presentado a lo mejor de la alta sociedad; allí conoce a la familia de Adolfo O’Gorman y a la hija de este, Camila O’Gorman, a cual es una romántica empedernida, sobre todo gracias al contacto con su abuela, a la cual apodan “La Perichona”. Resulta que esta abuelita está, por decirlo así, en “arresto domiciliario”, recluida en la estancia de los O’Gorman; allí vive año tras año recordando al trágico amor de su juventud: el virrey Santiago de Liniers, ya fallecido. Pero Liniers no murió por amor, fue fusilado 37 años atrás por defender la causa española en las provincias del Río de la Plata, de las cuales había sido virrey y a las cuales había defendido contra las intentonas británicas. En este punto, alrededor de La Perichona, es donde Bemberg se toma licencias en el guión, pues las fuentes que consulté no mencionan que estuviera recluida, sino que vivió en su propia casa quinta y no en la de su hijo Adolfo. Como sea, Liniers y La Perichona se amaron apasionadamente, y la muerte de él la dejó a ella sola con el recuerdo de ese amor, recuerdos que se convirtieron en locura con la reclusión; pero en Camila encontró una confidente y una discípula a la cual enseñó que el amor puro es lo más importante de esta vida.

De hecho, Camila tiene pretendiente (“el mejor partido de todo Buenos Aires”, como le dice una de sus hermanas) y se llama Ignacio, pero ella no quiere el mejor candidato, sino el amor. Eso no encaja en el ambiente patriarcal que reina en la familia y en el país; en efecto, don Adolfo O’Gorman (magistralmente interpretado por Héctor Alterio) manda con mano de hierro y ya bastante sufre con la historia pasada de su madre la Perichona. Y en el país manda don Juan Manuel de Rosas, que conduce con mano de hierro los destinos de las provincias argentinas a pesar de que es solamente gobernador de una de ellas (Buenos Aires). Rosas ha sido ungido como “restaurador de las leyes” y para él la tradición y las costumbres autóctonas son lo único válido; todas las ideas de afuera tienen un tufillo raro.

Y precisamente de afuera se van colando entre esas ideas nuevas, el Romanticismo, que pregona la búsqueda del amor y desdeña otros valores. En un pasaje de la película, Camila lee un libro de Echeverria conseguido clandestinamente, ante la mirada aburrida de su pretendiente Ignacio. Bemberg elije ese ángulo para contar la historia, la del amor romántico entre dos seres que son perseguidos por la tragedia que significa no poder vivir su amor. Eso era el romanticismo original: amor y tragedia.


Rosas mantiene el orden con métodos, digamos, “poco ortodoxos”: de noche se escuchan gritos en las calles y a través de las ventanas pueden entreverse en las calles patrullas de milicianos que gritan “¡Viva la Santa Federación!” y desaparecen. Son los “agentes del orden”, cuya presencia nocturna es seguida al amanecer por la aparición de cuerpos sin vida. Aquí el filme traza un paralelo con la represión ilegal ocurrida durante la dictadura de 1976-1983, cuando “grupos de tareas” secuestraban sospechosos que se perdían para siempre o aparecían muertos por ahí sin explicación. En ambos casos el miedo se asomaba a través de las ventanas, sin atreverse del todo a ver qué pasaba en las calles.

Camila es interpretada por Susu Pecoraro, tal vez en la mejor interpretación de su carrera. Gracias a ella vemos a una Camila comprometida con el amor, buscándolo mientras reparte ternura a su alrededor, y la vemos enamorarse con el alma entera. Ella no duda un instante cuando encuentra el amor, y su convicción es tal que enfrenta todos los obstáculos, incluyendo la resistencia de Ladislao. Susu e Imanol Arias forman una pareja que se complementa a la perfección, y junto con Héctor Alterio sostienen la película entera.

Completan el repertorio: Carlos Gallardou, interpretando a Eduardo O’Gorman, el sacerdote hermano de Camila; Boris Rubaja en el papel de Ignacio, el pretendiente de Camila; y Juan Leyrado como José María, miembro de la rosista Sociedad Restauradora y pretendiente de otra de las niñas de la familia O’Gorman. Todas las actuaciones son sólidas y crean un buen cuadro de la época, ayudados por la recreación histórica. La sociedad de ese entonces, con su apego a las normas estrictas y a la importancia de mantener las apariencias, no tenía espacio para los jóvenes enamorados. Camila solo quería amar sin dañar a nadie, quería estar con Ladislao; pero todos se cebaron en ella y en castigar el amor.

Una historia real que podría haber sido una historia de tantas, pero que el destino tocó de una manera especial, a tal punto que vive hoy en la memoria. Quien vea la película entenderá por qué.

viernes, 23 de enero de 2009

Anatomía profunda de un Chile lejano

“Mi país inventado” (2003)


Este es un librito pequeño pero muy interesante. Andaba yo por la Feria del Libro que todos los años se realiza en la Plaza San Martín de la ciudad de Córdoba (Argentina) en el mes de septiembre (visite Córdoba). Tenía ganas de comprar algo de Isabel Allende pero ese día el bolsillo no me daba para “Inés del alma mía” u otros títulos de la autora chilena. Entonces me concentré en la mesita de los “baratos” y encontré este libro, el cual comencé a hojear. Las páginas que recorrí me convencieron y me llevé el material. Se trata de una edición de 2007 publicada por Editorial Sudamericana en el sello. La tapa (o cubierta) está diseñada con una foto de Isabel Allende a los veinte años, una foto sencilla pero con pretensiones artísticas y que a mí me transmitió muchas cosas.

Mi país inventado” no es una novela como las que Isabel Allende ha escrito con tanta maestría. Se trata de un texto autobiográfico, en el cual la autora evoca a su patria que ha dejado atrás en la distancia. Allende ha evocado Chile muchas veces, como escenario de sus novelas, pero este texto tiene el sabor de la primera persona, de lo personal caído directamente sobre la hoja. En ese sentido me hizo recordar, con las salvedades del caso impuestas por la época histórica y las sociedades que describe, a ese otro gran relato autobiográfico que fue “Recuerdos de provincias”, de Domingo Faustino Sarmiento.

Allende da muestras de un equilibrio muy acertado al momento de emplear la nostalgia sobre su tierra. Ama Chile, pero eso no impide que critique (con calidad y calidez) lo que ella ve como defectos de su sociedad, y que deje en claro sus desacuerdos. Por ejemplo, en el capítulo titulado “País de esencias longitudinales” hace una descripción a grandes trazos de la geografía y gentes de Chile, y al llegar a la isla de Pascua dice:

En 1888 nos adjudicamos la misteriosa Isla de Pascua, el ombligo del mundo, o Rapanui, como se llama en el idioma pascuense. Está perdida en la inmensidad del océano Pacifico, a dos mil quinientas millas de distancia del Chile continental, más o menos a seis horas en avión desde Valparaíso o Tahití. No estoy segura de por qué nos pertenece. En esos tiempos bastaba que un capitán de barco plantara una bandera para apoderarse legalmente de una tajada del planeta, aunque sus habitantes, en este caso de de apacible raza polinésica, no estuvieran de acuerdo. Así lo hacían las naciones europeas; Chile no podía quedarse atrás.”

La autora evoca su infancia y no ahora letras para describir con minucia las costumbres que ella pudo observar, como por ejemplo la forma en que se hacía dulce de leche en el hogar. Nada escapa a sus recuerdos: costumbres, lugares, sucesos, etcétera. Ella, tal como lo dice, toma a su familia como hilo conductor para el relato, y así aparecen de a ratos los más diversos parientes, cuya presencia da pie para ampliar el relato hacia los costados, evocando y explicando infinidad de cosas. Para todo hay comentarios, la mayoría de los cuales demuestra un sentido del humor muy agudo y que a la vez es capaz de mover los recuerdos del propio lector y dejarlo pensando en quien sabe qué cosas.

Encontramos también pasajes referidos a la historia de Chile, y de qué manera esa historia influye en el sentir nacional actual. Por ejemplo, Isabel habla del racismo en su país y de ahí salta a la historia mapuche:

Aunque no quedan muchos indios puros –mas o menos un diez por ciento de la población- su sangre corre pos las venas de nuestro pueblo mestizo. (…) Estos indios, divididos en varias tribus, contribuyeron fuertemente a forjar el carácter nacional, aunque antes nadie que se respetara admitía la menor asociación con ellos; tenían fama de borrachos, perezosos y ladrones. (…) En los últimos años algunas tribus mapuches se han sublevado y el país no puede ignorarlos por más tiempo. En realidad los indios están de moda. No faltan intelectuales y ecologistas que andan buscando algún antepasado con lanza para engalanar su árbol genealógico; un heroico indigena en el árbol familiar viste mucho más que un enclenque marqués de amarillentos encajes, debilitado por la vida cortesana.”

Y hay otro párrafo dedicado a la admiración que sienten los chilenos por alemanes e ingleses. Confieso que fue esta página la que me motivo definitivamente a comprar el libro:

A los chilenos nos gustan los alemanes (…) pero en realidad procuramos imitar a los ingleses. Los admiramos tanto, que nos creemos los ingleses de América Latina, tal como consideramos que los ingleses son los chilenos de Europa. En la ridícula guerra de las Malvinas (1982) en vez de apoyar a los argentinos, que son nuestros vecinos, apoyamos a los británicos, a partir de lo cual la primera ministra Margaret Thatcher, se convirtió en amiga del alma del siniestro general Pinochet. América Latina nunca nos perdonará semejante mal paso.

A medida que pasan las páginas se encuentran retratos de la sociedad chilena de antaño y de la actualidad, con sus costumbres y formas de pensar। Aparecen las relaciones familiares, el aspecto religioso, el prestigio de las fuerzas armadas. A veces me parece que en el libro se describe a la Argentina, mi país, porque encuentro muchas similitudes en la forma de pensar, sobre todo en la humildad mezclada con arrogancia, en la admiración por lo extranjero mezclada con la soberbia del etnocentrismo, en la doble moral mezclada con la hipocresía. Los argentinos solemos creer que todos los defectos están en el sistema de gobierno, en los políticos, en el capitalismo, bla bla bla, lo que nos sirve de excusa para disimular nuestras propias metidas de pata sistemáticas. Al fin y al cabo a los políticos corruptos alguien los vota, alguien los catapulta desde abajo hacia arriba; pero no, creemos que al jurar el cargo automáticamente se hicieron corruptos, lo cual nos permite ponernos el disfraz de pueblo traicionado, haciendo el papel de victimas que tanto nos hemos medido. Muy pocos piensan que en realidad el presidente o ministro corrupto empezó siendo corrupto en el club de bochas, la cooperadora de la escuela, el centro vecinal o la parroquia.


Por eso para mí leer a Isabel Allende me resultó terapéutico. A causa de mi forma de pensar poco inclinada a la demagogia, llegué a temer que se me acusara de “enemigo del pueblo”, porque acá las acusaciones basadas en extremismos están a la orden del día. Lo peor es que yo mismo ya me estaba definiendo como una especie de antiargentino que criticaba al pueblo de mi patria. Pero al leer “Mi país inventado” me sentí tranquilizado y comprendido. Isabel Allende, como dije antes, no hace concesiones a la hora de criticar a sus compatriotas, pero eso no significa que odie Chile ni mucho menos, o que prefiera “lo que viene de afuera” (de hecho, esa admiración por lo foráneo, lo anglosajón, es una de las cosas que critica). Se trata de hacer una pintura con sombras y luces, imprescindibles para que el cuadro no quede desbalanceado.

Leyendo este libro me dieron más ganas de conocer Chile, un objetivo que planeo concretar antes de morir. Existe entre Chile y Argentina una relación muy especial: las disputas y debates por cuestiones de límites y soberanías no pierden vigencia, y cada país piensa que el otro le robó territorios. Eso es un clásico. Pero a la vez estamos muy unidos; el turismo y tránsito en general entre ambos países alienta la integración, pero las raíces de la hermandad chilenoargentina vienen desde antes de la independencia. Los patriotas chilenos fueron los primeros (y los únicos) que enviaron tropas en apoyo de los patriotas del Río de la Plata, en un momento en que las papas quemaban de verdad; luego el favor fue devuelto en 1813 cuando cordobeses y cuyanos bajo el mando de Las Heras cruzaron la cordillera de los Andes y lucharon codo a codo con los patriotas chilenos, soportando juntos la derrota y la retirada, mucho antes de que San Martín pudiera poner en marcha su inmortal Ejército de los Andes (en el que volvieron a pelear juntos chilenos y argentinos). Por otro lado, tenemos la segunda frontera común más larga del mundo y nunca llegamos a la guerra, aunque casi en 1978. Chile ha tenido guerras con sus otros vecinos (Bolivia y Perú) y Argentina con los suyos (Uruguay, Brasil, Paraguay y Bolivia), pero nunca entre ambos. Quiero creer que la frontera nos une más que nos separa.

Si usted quiere leer a Isabel Allende en un formato que no sea novela, este libro es la opción. Al mismo tiempo, si quiere adentrarse en Chile de la mano de las palabras, “Mi pais inventado” también es opción. La autora, que en la década del 70 tuvo que exiliarse y que desde hace mucho vive en EEUU, justifica el título diciendo que Chile para ella es algo en el corazón y en el alma más que en la realidad. De nuevo tenemos esa magia en las palabras que es característica de Isabel Allende.

miércoles, 14 de enero de 2009

Despertar adolescente en el franquismo

“El año de las luces” (1986)


Esta es una de esas películas españolas que llegaron a Argentina en mi niñez tardía y preadolescencia. La vi por televisión y vagamente recordaba algunas escenas, mezcladas con otras de filmes diferentes. Ahora que Internet se multiplica, inundando cada vez más regiones del globo, incluyendo el muy nuestro Tercer Mundo, uno puede bucear en pos de sus recuerdos y traerlos de nuevo ante los ojos. En este caso ansiaba ver esta película con mirada de adulto para poder captar simbolismos e información que por la que edad que tenía en aquel entonces se me escaparon. Y entonces, he aquí “El año de las luces”.

En este filme se combinan grandes temas del cine español: el erotismo, la Guerra Civil y la infaltable galería de personajes típicos. El responsable de esta mezcla es Fernando Trueba, un director que tiene en su haber algunos de los más resonantes títulos del cine español. En esta ocasión decidió poner su talento en la mesa para filmar la historia de…su suegro. Pero vamos por partes. Trueba, siendo joven, había conocido a un “tío” (como dicen en la Península) ya entrado en años, un tal Manolo; este Manolo le contó historias de su juventud y Trueba quedó prendado del relato. Años después Trueba hizo carrera en el cine y consiguió arrancarle a Don Manolo una hija en casamiento, pasando a ser de la familia; y llegó la oportunidad de contar la historia en forma de película. Y para rubricar toda este génesis, la película inicia con una sencilla dedicatoria: “A Manolo”.

En la pantalla, Manolo (encarnado por Jorge Sanz) es hijo de un soldado caído en combate durante la Guerra Civil; entonces un tío, enrolado en las triunfantes tropas del bando Nacional, lo envía a él y su hermanito Jesús a un internado en el campo, en la frontera con Portugal. Aunque se trata de un hogar para niños, y Manolo tiene 16, no hay otra cosa. Allí van desfilando los personajes: la encargada del hogar, un férrea y sensual mujer que incluso ha combatido en las filas de los Nacionales; la clásica maestra avejentada y tradicionalista; el cura bonachón y de pocas luces; el viejito adorable que se vuelve “maestro de la vida” del joven Manolo; las cimbreantes empleadas del hogar, entre las cuales no falta una que sea picarona y de corto ingenio . Como es previsible, Manolo ira descubriendo a estos personajes a través de su rebeldía juvenil: con doña Tránsito (la maestra tradicionalista) va a chocar; Don Emilio será su escape al mundo de la fantasía, porque el viejito le habla de su caudillo Durruti (¿el Che Guevara de los progres españoles?) y le presta libros; con las empleadas se entabla la comunicación erotizada, a medida que Manolo va dando rienda suelta a sus ganas de probar la carne femenina. Finalmente, aparece la chica de la historia (Maribel Verdú), de la cual Manolo se enamora.

Me parecieron personajes muy típicos y que se vieron o verían en otros filmes: Manolo Alexandre, que compone a Don Emilio, casi repite su papel en otra película que se llamó “Así en el cielo como en la tierra”. En este filme también estuvo presente Chus Lampreave, la “Doña Tránsito” de “El Año de las Luces”, y también hay gran similitud entre los personajes de ambas películas. Jorge Sanz, el actor que interpreta a Manolo, no logra hacer un papel diferente en “Belle Epoque”. La sensación que me quedó es que Trueba no quiso contar una historia diferente u original sino una historia con los lugares comunes del cine y la cultura española.

Lo que se destaca es la grandiosidad de los escenarios naturales en que fue filmada, puro campo. Eso es bueno cuando uno ya está harto de ver películas urbanas como las que hacen mis compatriotas de Buenos Aires, donde toda la acción eternamente transcurre en esa amada y detestada ciudad argentina. Los escenarios naturales ayudan a sentir un viaje hacia lo profundo de España, no solo en la geografía sino en lo simbólico. Trueba define a la atmosfera como asfixiante “que pesa como una loza”; es lógico que piense así ya que él no comulga con el franquismo que triunfó en la Guerra Civil. Pero a mi no me transmitió esa imagen, no vi lo asfixiante por ningún lado: la historia del amor frustrado por los agentes externos es universal. Y si pretendía que la gente sintiera asfixia, le faltaron pinceladas, porque el filme es hasta pintoresco.
El año de las luces es 1940. La Guerra Civil que asoló España se extendió desde 1936 a 1939, de modo que 1940 es el año de la posguerra. Trueba se empeña en condenar a esa época, tildándola de oscura. Pero es “el año de las luces” porque el protagonista comienza a descubrir muchas cosas. Hay mucho discurso ideológico y me hace pensar, porque la mayoría de las películas españolas que he visto que tratan el tema de la Guerra Civil lo hacen desde la óptica de los vencidos, el bando Republicano. ¿No queda nadie que cuente la guerra desde el punto de vista de los Nacionales? Más allá de que uno comulgue o no con ciertas ideologías, creo que todas deben tener su oportunidad de difundirse. Luego uno elige esta o aquella.

Da gusto verla a Maribel Verdú tan jovencita (tenía 15 años cuando se rodó la película). A partir de aquí se abrió camino en el mundo cinematográfico, conjugando su talento con su belleza, porque es sabido que en muchísimas películas de la Madre Patria las actrices tienen que ponerse en cueros: conocemos el cuerpo desnudo de Maribel, de Penélope Cruz, de Victoria Abril, de Paz Vega, etcétera, etcétera. Por suerte no he visto ninguna película con desnudo de Carmen Maura ¡Qué horror!

El año de las luces”, una linda pintura de época, con lindos paisajes y una historia querible. Hay escenas cachondas, como la del colectivo al inicio, hay picardías, y también amor puro. Personajes típicos españoles y mucho humor. Un provechoso encuentro con el cine de la Madre Patria España.

jueves, 8 de enero de 2009

Arturo, el Emperador, Rusia y los españoles

“La sombra del águila” (1993)

Arturo Pérez Reverte es un hombre de abundante talento; no sólo eso: sabe como encarrilar ese talento y además (también hay que decirlo) ha tenido oportunidades para ello. No todos tienen oportunidad, pero los hay también quienes, teniéndolas, las desaprovechan. Por fortuna este no es el caso.

Pérez Reverte es un hombre de comunicación: nacido en Cartagena (de España) estudió periodismo y fue corresponsal de guerra: incluso cubrió la guerra de las Malvinas en 1982. Esta profesión influyó mucho en él, podría decirse, ya que lo llevó a fundar (en compañía de otro hombre llamado Vicente Talón) la revista “Defensa”, especializada en temas militares y de seguridad, de la cual soy seguidor, aunque a través de números atrasados, porque no llega con regularidad a Córdoba de la Nueva Andalucía.

Para ir resumiendo, después de su experiencia como corresponsal don Arturo se dedicó al mundo de la literatura. Se volcó con pasión a escribir obras ambientadas en épocas pasadas, del siglo XIX para atrás y podemos considerar a la saga del capitán Alatriste una buena muestra de ello. Recientemente (en 2007) publicó “Un día de cólera”, sobre el inicio del levantamiento popular español contra la ocupación francesa en 1808. “La sombra del águila” también se ubica en el contexto histórico de las guerras napoleónicas.

Publicada en 1993 por Alfaguara, yo la he pillado en una edición impresa en Argentina en el año 2004 por “Punto de lectura”, un sello editorial perteneciente al Grupo Santillana que edita libros de bolsillo en España e Hispanoamérica. La conseguí en la Feria del Libro de Córdoba y debo reconocer que decidí comprarla porque había visto mal el precio, resultando ser más caro de lo que había pensado. Pero igualmente no me arrepiento, porque lo he disfrutado mucho. Recientemente he descubierto que se encuentra completo en versión pdf, y que en el sitio web del diario El País de Madrid también está enterito; además, el que busque por la red lo va a encontrar seguro, por no hablar del E-Mule, donde seguramente está también.

Yendo al contenido podríamos decir que el tamaño del libro (de bolsillo) encaja perfecto con la historia, ni más ni menos; se trata de una historia simple que ya en la contratapa queda esbozada: durante la campaña napoleónica en Rusia (año de 1812) un batallón de españoles enrolados forzosamente en el ejército francés se lanza en plena batalla en pos del enemigo ruso. Lo que a Napoleón le parece un acto de heroísmo y grandeza capaz de conmover hasta las lágrimas, es en realidad algo mucho menos noble pero igualmente de vida o muerte: los españoles están tratando de desertar y unirse a los rusos en plena batalla, cuando los franceses no pueden impedirlo. Todos en Internet dicen que el libro se basa en un hecho verídico, pero no puedo encontrar referencias concretas que me digan cuándo y cómo y por quiénes sucedió aquello.

El librito gira casi enteramente en torno a ese hecho, la batalla de Sbodonovo, como la llama Pérez Reverte. La acción transcurre casi en tiempo real; podría decirse que el tiempo que se tarda en leer una línea es el tiempo que emplean los soldados españoles para recorrer un metro bajo el fuego de los cañones rusos, que no saben nada de su intento de deserción y creen (como Napoleón) que se les vienen encima con intenciones asesinas. Yo pensaba que el libro iba a arrancar con esa batalla y luego seguiría en otros escenarios, pero casi no es así. Salvo un par de escenas en Moscú y algo más, todo el libro transcurre en la batalla de Sbodonovo. Esto que a muchos les podría resultar pesado o exagerado, el autor lo resuelve manteniendo la expectativa paso a paso e intercalando sabrosos diálogos donde reina lo grotesco.

Además Pérez Reverte utiliza un recurso que yo identifico con él, pues lo encontré leyendo “Las aventuras del capitán Alatriste”. Se trata de contar la narración como si fuera un discurso oral y no tanto escrito. Eso significa hacer rodeos, contar las mismas cosas dos veces, o apuntalar el relato sobre situaciones que se supone ya conocidas por el receptor, teñir la narración toda con expresiones subjetivas donde se aprecia el humor del relator, hacer pausas o acelerar el relato mientras se avisa al público por qué se hace eso. También en los párrafos aparecen palabras textuales de los protagonistas que no están marcadas como tales, y que bien recuerdan (insisto) a los relatos orales, cuando uno cuenta a los demás algo con ayuda de gestos, cambios en la entonación y giros expresivos que todos entienden. Vaya un ejemplo, en el capítulo 3 (“La sugerencia del mariscal Murat”):

“Total. Que estábamos allá abajo, a dos palmos de las líneas rusas y aguantando candela mientras intentábamos pasarnos al enemigo como el que no quiere la cosa, y desde su colina, sin percatarse de nuestras intenciones, el Estado Mayor imperial nos tomaba por héroes. Los generales se miraban unos a otros sin dar crédito a lo que estaban viendo. Regardez, Dupont. Oh-la-la les espagnols, quien lo iba a decir. Siempre protestando, que si esta no es su guerra, que si vaya mierda de rancho, y ahora mírelos, atacando en plena derrota, con un par. Nomdedieu.”

Quien ocupa el lugar del narrador es uno de los protagonistas, un soldado del batallón, pero nunca deja ver su individualidad: no relata una sola acción en la que él sea protagonista; no dice “avancé”, “sonreí”, “me miró” o “me dijo”. No. Todo es plural: “nosotros manteniendo el paso”, “los pocos de nosotros que sabíamos nadar”, etc. Hay un insistente uso del colectivo, como si quien relata no fuera en definitiva un soldado, sino todo el batallón. Al mismo tiempo, el relato de lo que sucede en el lugar en que se encuentra Napoleón con sus generales, o cuando el Gran Mariscal se encuentra a solas con el jefe español, da la pauta de que se trata de un relator omnipresente, no reducido a una individualidad.

Y por todos lados, el humor particular con que Pérez Reverte condimenta sus relatos. Es para reír casi todo el tiempo, ya lo habréis percibido en el fragmento insertado más arriba. Y acá va otro, más cortito, del capítulo 9 (“Una noche en el Kremlin”):

“-Por lo menos -resumió el capitán, que se atizaba unos lingotazos de vodka horrorosos- seguimos vivos.
Era evidente. Seguíamos vivos todos, menos los muertos.”


El relato se disfruta, aunque lo disfruta más alguien que está mínimamente al tanto del tema: hay que saber qué pasaba con Napoleón y España, qué pasaba con la “Grande Armée”, quién era Goya (hay un bocadillo dedicado a él, que no tiene desperdicio), cosas así. Pero no significa que otros, menos entendidos, no puedan disfrutarlo. Al fin y al cabo, el disfrute no se rige por normas estrictas.

Pérez Reverte se burla de Napoleón y de su maquina de guerra a cada instante. Lo llama “Enano”, se mofa de su sistema de mando y pinta a sus generales como cobardes que esquivan la batalla todo lo que pueden, además de ser brutos. Si asumimos que el narrador es un soldado español o un colectivo que engloba a todos los soldados españoles de ese batallón, resultará comprensible tanto desdén. Al fin y al cabo, en guerra se vale ridiculizar al enemigo y hasta insultarlo en la cara, si se puede, en medio de la balacera. Otra cosa es que Bonaparte sea el personaje que este relato pinta. Tan ridículo no debe haber sido “el Enano” desde el momento en que puso de rodillas a la mayoría de los países europeos y los venció en tantas batallas que resulta aburrido enumerarlas.

Al mismo tiempo se nota en el relato un cariño por los soldados españoles, a los cuales Pérez Reverte pinta como personas simples, toscas, con valores sencillos, llenas de buen humor y de vida, además de valientes y capaces de grandes sacrificios por sus compañeros. Esto parece ser una constante en el autor, ya que descripciones semejantes aparecen en “El capitán Alatriste” y “Cabo Trafalgar”.

Por su brevedad y también por el ritmo atrapante, “La sombra del águila” se lee en pocos días. Ideal para disfrutar, sobre todo aquí en el Cono Sur porque ya estamos en tiempo de vacaciones (no sé cómo será en el hemisferio norte). Como he dicho, la versión digital está a mano también, pero al menos para mi no hay como el placer de dar vuelta la hoja. Sobre todo si en la pagina siguiente hay más Pérez Reverte.